lunes, 28 de mayo de 2012

El Libro del cementerio

Más o menos hacia el mismo momento en que Melchor, Gaspar y Baltasar se convierten en pseudónimos, todos nosotros, sin excepción, sufrimos un trauma del que raramente hablamos al crecer. Aterrizar con todo el equipo en la idea de nuestra propia mortalidad, resquebraja definitivamente la cáscara más o menos gruesa en la que pasamos la infancia. Después, en el más tácito de los acuerdos, se nos anestesia esa parte de la conciencia, como si fuera imposible vivir con semejante inquilino. Bien es cierto que eso no fue siempre así y que, de hecho, tampoco lo es ahora en todas partes. También es verdad que algunas conciencias tienen más tendencia a la narcolepsia que otras, pero en general, en nuestra tradición cultural, la muerte no es algo de lo que hablemos ni de lo que nos guste oír hablar. 
El Libro del cementerio, según informa curiosamente su solapa, está catalogado como literatura infantil. La portada, lo mismo que las ilustraciones, no parecen sin embargo estar muy de acuerdo con esa etiqueta. La historia de un bebé que escapa del asesino de su familia tambaleándose con sus primeros pasos hasta el cementerio cercano en el que los muertos le acogen y le crían, tampoco es que sea el cuento ideal para leerle a un niño mientras se duerme, por ejemplo. Pero merece la pena recordar que una niña envenenada por su madrastra cuando no consigue que un matón le arranque el corazón, otra a la que maltratan sus hermanastras y que vive como una esclava, durmiendo en el suelo, unos hermanos abandonados en el bosque o sí, por supuesto, un lobo que se come a una abuela y al que abren en canal, no son precisamente temas bucólico-pastoriles, y eso no ha impedido a los señores Grimm y Andersen convertirse en honrados escritores de best-sellers. Y es que, además, la función principal de los cuentos es enseñar que siempre hay solución y que el peor enemigo es el miedo en sí mismo, y eso no puede negársele a esta novela de Neil Gaiman. Una novela que presenta la muerte como algo natural e incluso dulce a lo que, llegado el momento, debe propiciársele la bienvenida que merece una buena amiga. Me pregunto cuánto de ese trauma del que hablaba antes sería posible evitar con libros como éste.

Merece también un elogio la estupenda traducción que ha llegado hasta esta tienda, prestada, eso sí, del "fondo Vlaisnut para el fomento de la lectura". El protagonista, Nadie, Nad para los amigos, reproduce fielmente el Nobody (Bod) del original, pero además, sin meterse en camisas de once varas, las notas del traductor se utilizan como debe hacerse, justificando cuando un juego de palabras es intraducible y explicándolo cuando se puede, que no siempre se puede. 

No negaré que el tono de la historia es macabro en general, pero Gaiman desubica a la vez completamente el concepto del mal, o de las cosas que habitualmente nos resultan siniestras e inquietantes, y lo sitúa todo donde debe estar. La fantasía se reivindica y lo más peligroso son siempre las personas que se comportan como si no lo fueran. No he leído lo suficiente a Gaiman como para comparar al escritor con el guionista de novela gráfica, pero si me sorprendí apreciando Los hijos de Anansi (2005), este libro, para el que el propio autor dice haberse inspirado en El libro de la selva de Rudyard Kipling, tiene un candor que empapa y reconforta. Y lo mejor, al girar la última página entiendes que tienes muchas más preguntas que antes de empezar, como debe ser con todo cuento que se precie.

Próximamente en este blog: Siddhartha, de Hermann Hesse
Pasen y lean...

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