viernes, 12 de octubre de 2012

El enredo de la bolsa y la vida

Dicen los que me conocen que soy de risa fácil, que tengo la curiosa habilidad de encontrar desternillante la situación más absurda. Sin embargo, o tal vez por eso, la comedia no es lo mío. Lo que se supone provoca hilaridad en el común de la especie, me suele dejar con cara de cefalópodo-en-residencia-para-coches. Pero, de repente, un puercoespín rosa cruza una pantalla gritando despavorido y casi acabo en urgencias de tanto reírme (-toma referencia para connoisseurs!-). De ahí probablemente que sean sólo cuatro las veces en las que me he reído a carcajadas con un libro. Tiene más mérito si añado que este librero, ocupante habitual de los transportes públicos, ha estado a punto en esas cuatro ocasiones de ser entregado a los pretorianos por los viajeros adyacentes, horrorizados ante semejante despliegue de emociones. Sí señores, con los libros también se ríe uno (les habría dicho yo si les hubiera visto a través de las lágrimas...).

Sin orden cronólogico ni concierto alguno de géneros, vaya aquí un homenaje a esas cuatro perlas. Empecemos por un clásico de la ciencia ficción, La guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, donde uno aprende que lo indispensable para emprender viajes interestelares es llevar una toalla y que el sentido del universo es 42. Ni me he molestado en ver la película, imposible compararse. Sigamos con una novela histórica, de las históricas de verdad quiero decir, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte, donde los franceses son gabachos, Napoleón un enano cabezón y los españoles hacen las cosas como siempre, por casualidad. Por supuesto la fantasía tiene también aquí su lugar de la mano del maestro Tim Powers y su novela On Stranger Tides -sí, la historia destrozada por la siempre más infame saga Piratas del Caribe, también conocida como "hola, soy Jack Sparrow, ¿para qué queréis más?"-, que merece mención especial por el hecho de que consiguió hacerme estallar de risa sin previo aviso y en medio de una escena dramática -que me perdonen el señor al que se le volcó encima la Coca Cola, la señora que casi se saca un ojo con el eyeliner y todos los damnificados del vagón a los que se les cayeron sus iphones, ipads, e-readers y televisores de plasma-. Por último, y por razones obvias, gracias al señor Eduardo Mendoza por habernos dejado Sin noticias de Gurb. Sí, un extraterrestre disfrazado de conde-duque de Olivares para pasar desapercibido, obsesionado con comer churros y que sube a pedirle a la vecina un poquito de sal... y un quilo de langostinos para el arroz del domingo, me hace gracia. Que me denuncien.

Así que cuando llegó este año el ya mencionado 23 de abril y elegía el libro que regalaría me dirigí, contranatura, al estante de los que se iban a vender más -¿habrá aberración peor que saberlo de antemano?¿cómo si un libro fuera ese cansino osito que empezó como joya y ahora sale hasta en la sopa?-. Y así cayó en mis manos El enredo de la bolsa y la vida que confiaba fuera como regalar risa envasada a alguien a quien le iban a ir bien unas risas. Cuando el libro ha regresado, aunque haya sido de paso, a esta tienda, la decepción ha sido notable. No digo yo que no se ría uno, sí, la trama es tan delirante que o te ríes o lo dejas. Los personajes son tan caricaturescos que uno ni se escandaliza, cosas de la sátira claro. La crítica social, que la tiene, es oportuna, sobre todo con la que está cayendo. Y no voy a pedirle cuentas porque como novela negra sea más bien flojilla, porque no se trataba de eso, imagino. Pero la sensación general que me queda es como cuando ves, escuchas o lees algo que se supone que te tiene que hacer gracia y tú, voluntarioso, estás ya poniendo a funcionar la musculatura carrillera, levantando las cejas y diciéndote "ahora, ahora viene la carcajada", y va, y no viene. Y como has empezado con ganas repites el gesto hasta la agujeta facial pero nada, no hay manera. El insomnio de la risa te ha atrapado y la cosa parece que no avanza, das vueltas y más vueltas por la historia, paras, te levantas, vuelves, y los ojos como platos. Pero no de reirte. Aunque desde luego, su mérito tiene el hacer broma con esto tan traído y llevado de la crisis o poner de secundaria a Angela Merkel y conseguir que hasta caiga bien la mujer. Lo malo del asunto es que la historia tiene mucho de sátira pero muy poco de novela y si su punto fuerte es, supuestamente, el desternille general, pero no pasa de la sonrisa semicómplice, el barco hace aguas por todas partes.
 
Será que levantar el ánimo no es cosa fácil en los tiempos que corren. O será que los políticos nos proveen a diario con un humor satírico -y cínico- de tal empaque, que los pobres escritores ya no pueden competir. Me río yo...

Próximamente en este blog: El Alquimista, de Paulo Coelho

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viernes, 5 de octubre de 2012

Los lenguajes de Pao

Cuenta la leyenda que cuando un elefante se siente morir emprende un largo y solitario camino que muchos de los suyos emprendieron antes que él. Un camino hacia ese lugar, mítico y secreto, en el que esperará el último aliento en compañía de los espíritus de aquellos que ya iniciaron su último viaje. El cementerio de elefantes se llena así de memorias y esqueletos a la vez que el marfil descansa, al fin, entre sombras de otro tiempo.
¿Adónde van los viejos libros cuando ya nadie los lee? Las historias se reeditan, las ediciones se embellecen y democratizan y los ejemplares de hojas amarillentas y portadas obsoletas, viejos pero aún no antiguos, se llenan de polvo en montones indistintos sin esperanzas de ser rescatados. Las librerías de viejo, cementerios de elefantes, esconden carcasas y marfiles.
En una calle de París se venden libros a peso. Demasiado cruel, me los llevaría a todos a casa. O todos o ninguno, me digo. Lejos de allí, paseando por Castellón, Vlaisnut se acerca a un puesto en el que se revenden aquellos que pasaron antes por otras manos y adopta Los lenguajes de Pao. Y así es cómo, tras haber visto mil veces el nombre de Jack Vance en ilustraciones relucientes de los escaparates fantásticos de mi ciudad -que no es ni París ni Castellón- llega este huérfano a la tienda de Koreander.

Y muy bienvenido sea, porque éste es uno de esos libros que demuestran que los que consideran la ciencia ficción -salvedad, la BUENA ciencia ficción- como literatura "de género", se equivocan. Las buenas novelas de ciencia ficción no son un refugio excéntrico para inadaptados (y léase lo mismo para las buenas novelas de fantasía). No son una irrealidad a la que escapar agarrados al tablón de los estereotipos cómodos. Son, "simplemente", escenarios creativos que conectan con el lado más incontrolado e incontrolable de nuestra imaginación para enfrentarnos con verdades eternas, deseos ocultos, posibilidades imposibles y reflexiones molestas por igual. Nos permiten aventurarnos en el terreno de lo futurible para analizar desde allí el presente y decidir si uno, otro o ninguno de los anteriores nos gusta.
Los lenguajes de Pao aborda una cuestión compleja haciendo un ejercicio difícil. ¿Hasta qué punto un idioma es resultado de una cultura? ¿Hasta qué punto la cultura es consecuencia de ese idioma? Aunque la mayoría de gente no diga lo que piensa y muchos más no piensen lo que digan, ¿es ese pensamiento libre o nuestra lengua nativa -que ninguno elegimos- condiciona lo que somos capaces de pensar? Todos compartimos el lenguaje pero las lenguas que hablamos son infinidad. (Y por si el lector atento se lo preguntaba elijo pensar que en el título del libro, languages, está traducido como lenguajes con toda intención). 
Tras leer este libro me pregunto, me contesto y me lamento. ¿Realmente somos incapaces de entendernos? ¿Están las personas multilingües condenadas a vagar perdidas por el territorio comanche de no pertenecer realmente a ninguna parte? Parece que las lenguas, que deberían ser instrumentos de comunicación se convierten a veces, son convertidas otras, en barreras insalvables.
 
Próximamente en este blog: El enredo de la bolsa y la vida, de Eduardo Mendoza

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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Una conjura en Hispania

La canícula estival es el momento por excelencia para encontrarse con los viejos amigos. En esas horas que transcurren lentas rodeadas de un reconfortante ambiente de horno microondas, poco más apetece que volver a las estanterías a recuperar viejas historias y viejos compañeros de viaje. Pero con los viejos amigos, ya se sabe, la casuística es variada, especialmente si hace mucho que no les ves el pelo. Con algunos, los mejores, es como si no pasaran los días, los meses o los años y os hubiérais encontrado charlando alrededor de un café la tarde antes. Con muchos, sin embargo, el recaudador más inflexible, el tiempo, se cobra su precio (aumento de IVA incluído).
Al principio la alegría del reencuentro lo enturbia todo -estás más alto, más guapo, más listo-, las anédoctas compartidas en el pasado os empapan en torbellino, los recuerdos se revisitan, agrandan y colorean, pero... al cabo del rato... empiezan a saber a cenizas y te descubres buscando en los resquicios al amigo que conocías. Y ese amigo ya no existe, porque tú ya no existes, porque el tú que eras se ha ido y sólo queda el yo que eres ahora. Más viejo y más sabio -sí, siempre, aunque sea a la fuerza-.

Una conjura en Hispania (A dying light in Corduba... ¡toma ya! con dos... narices) es el octavo libro de las aventuras del insigne informador Marco Didio Falco, una serie que inició La plata de Britania y a la que me llevó hace años el préstamo de alguna biblioteca anónima. Tras aquella novela seguí durante seis libros más las peripecias del cínico Falco, de su aún más cínica novia Helena (y de sus temibles madres) a través de los entresijos de la Roma de Vespasiano. Nos separamos después con un abrazo, buenas intenciones -te escribiremos, me decían, os leeré, decía yo- e Hispania en el horizonte. En estos años les recordé con cariño. Su ironía, su ácido humor, aquella Roma que nunca fue santo para mis altares por aquello del repelús que empiezan y acaban dando los imperios, esa novela negra en números romanos que se inventa Lindsey Davis... y de repente ahí estaba yo, ahí estaba Hispania, y en el medio, una conjura, pero de los necios.

Demasiado pronto me encontré buscando entre márgenes a los amigos que recordaba. Demasiado pronto empecé a preguntarme quiénes eran éstos o quién era yo entonces. Ah, la novela histórica, ese género con mucha trampa y tanto cartón que mejor harían en llamarlo "supuesta novela de ambientación supuestamente histórica". Y aún así, querido Marco Didio, hasta te habría perdonado que, desde tu siglo I dC, hablaras de "cárteles" que conspiran o que encontraras "romántico" un paisaje, hasta que dejaras embarazada a la hija de un patricio que te recibe en su casa tan campante siendo tú más plebeyo que las alpargatas, o que la pasearas estando ya de siete meses por las vías romanas de media Europa. Hasta eso... por la amistad que tuvimos.

Pero en el alma me ha dolido que te vengas a la Hispania de Séneca a perseguir a una bailarina de flamenco, repito, flamenco del siglo primero. O que tu autora reconozca en los agradecimientos que se ha documentado con un experto en el comercio de aceite de la Bética, al que conozco mira tú por donde, y no acierte ni en el nombre. Y esa trama, que tantos Deus ex machina Falco, ni a ti te los consiento.

Así que para los doce episodios que quedan publicados, te abandono a tu suerte deseándote lo mejor. Y me despido aquí como a ti te habría gustado, mordaz, diciéndote que a todas luces ya no soy lo que era pero que, visto lo visto, debo ser algo mucho mejor.

Próximamente en este blog: Los lenguajes de Pao, de Jack Vance

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lunes, 27 de agosto de 2012

Wicked. Memorias de una bruja mala

De un tiempo a esta parte asistimos a un renacer de los cuentos tradicionales, o  al menos eso parece. Proliferan por todas partes series y películas que revisitan a Blancanieves, a Cenicienta, a Caperucita, al lobo y a toda su parroquia oscilando entre la comedia, la fantasía y el terror. No es casual que gocen de tanto éxito, porque la fascinación que despiertan está más que teñida de nostalgia. Volver a los cuentos es volver a la época en que te arropaban y te dormías escuchando historias, volver a los finales felices por mucho que se complique la cosa, al todo es posible y a la magia. Muchos somos incapaces de resistirnos y nos tragamos el anzuelo hasta las trancas. De ahí el filón.
Poco tenemos en mente sin embargo, seguramente por lo oral del recuerdo asociado, que todas esas historias fueron libros en algún momento. Y si las nuevas ediciones de los viejos relatos de Grimm y Grimm, de Andersen o de Hoffmann abundan, no son frecuentes los libros que se atreven a sacudir los cimientos de nuestra infancia. Pues bien, éste es uno de ellos.

Wicked. Memorias de una bruja mala nos lleva cual tornado al maravilloso mundo de Oz. Vaya por delante que el cuento original de Frank Baum, me atrevería a decir que El Cuento Infantil con mayúsculas -y por antonomasia además- en Estados Unidos, no ha sido nunca uno de mis favoritos. (¡Será que es demasiado moderno!, dirían las malas lenguas. Bien, lo cierto es que si nos ponemos puristas, es casi cien años más joven que Blancanieves o Hänsel y Gretel. Mucho más si nos remontamos a las versiones orales que les dieron origen y que, paradójicamente, fueron prácticamente olvidadas tras la publicación de las recopilaciones de los Grimm. Fin del ataque compulsivo de erudición, o “a nadie le gustan los listillos”) El caso es que nunca he acabado de empatizar con los personajes y ni siquiera Dorothy y su perrito de nombre absurdo me cayeron nunca especialmente bien. Tal era mi disposición cuando el proveedor honorífico de esta tienda, el ínclito Vlaisnut, puso sobre el mostrador una curiosa edición –la duda ofende- de esta obra de Gregory Maguire.
El resultado es que nunca más podré ver a Judy Garland pegando saltitos del brazo del león cobarde, el espantapájaros descerebrado y el hombre de hojalata insensible sin pensar en ellos como instrumentos inconscientes de un poder totalitario que intenta aplastar todo conato de oposición. 
Para el que acabe de quedarse desconcertado añadiré que el maldito camino de baldosas amarillas es una obra pública imperialista y el mago, ah! el mago! un redomado fascista con una policía política despiadada a su disposición. Porque la protagonista de la historia es Elphaba, verde, fea, honesta y beligerante, alias “La Bruja Mala del Oeste”. Y aquí un tirón de orejas para la traducción del título que impone al lector un sesgo imperdonable al transformar el  Wicked: The Life and Times of the Wicked Witch of the West en un auténtico juicio de valor.

Maguire le da la vuelta a la historia al preguntarse algo tan sencillo como ¿por qué era mala? La respuesta que su libro nos proporciona es sorprendentemente sencilla y nos recuerda que la historia siempre la escriben los vencedores. Enlazando arteramente la trama y los personajes del cuento con la versión que él prefiere imaginar, consigue dar una versión alternativa de un mundo ya alternativo y hasta los zapatitos rojos se convierten en una cruel mofa para un alma torturada. Que nadie espere un relato al uso porque es extraño desde la primera página a la última. Aunque tengo que decir que, en mi lectora opinión, pierde un poco el norte hacia el final y deja una cierta desazón (en parte por desaprovechar un escenario que ha planteado con maestría, en parte por no saltarse a la torera el final ortodoxo implosionando a la niña de marras… como sin duda todos desearéis al llegar a ese punto).
En suma, un cuento bien contado que convierte a los buenos en no tan buenos y a los malos en personas. Que se prepare Cenicienta, porque estoy deseando leer Confessions of an Ugly Stepsister (Confesiones de una hermanastra fea... ¡espero!) del mismo autor. Cuentos, en fin, para parias malvados, que también tenemos derechos…

Próximamente en este blog: Una conjura en Hispania, de Lindsey Davis

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miércoles, 22 de agosto de 2012

Catching fire


Al señor Koreander se le acumulan los libros sobre el mostrador. Llegan a la tienda de mil y una formas, los mira, los manosea, los huele, los escucha incluso y, sólo después de ese pequeño ritual, cual buen catador, se permite leerlos. Tras hacerlo los deposita con cuidado en su lugar de descanso provisional y los deja reposar. Acuna unas historias, otras las medita, a algunas las reprende y a todas las macera un tiempo antes de decidir qué lugar merecen en su tienda. Si hay suerte y el tiempo y el polvo lo permiten, los estantes se preñan ansiosos de nuevos habitantes. Pero cuando los imponderables -y hasta los ponderables- lo impiden, se atrinchera tras las columnas de libros que, aún en maceración, ocupan pacíficamente el descansillo de su cabeza, esperando su turno. Porque éste siempre llega…

Cuando uno viene con el defecto de fábrica de elaborar teorías para casi todo, más le vale suscribirlas haciendo frente a los elementos. En otras palabras, cuando las excepciones te abofetean, pon la otra mejilla. Comenté hace ya un tiempo, en algún pasillo de esta tienda, que lo habitual en las trilogías era que el segundo volumen dejara una cierta sensación de insatisfacción. Afortunadamente, el teórico aficionado tiene siempre prevista una ruta de escape (en el peor de los casos el socorrido "yo no quería decir eso") y, por lo mismo, adelantaba también que esa señora tan cara de ver, la lógica, dictaba que la calidad debería ir en aumento del primer libro al tercero. Bien, pues envainando aquí la toledana sin vergüenzas, asumo un alegre “donde dije digo, digo Diego” para hablar de Catching fire, la segunda parte de la trilogía The Hunger Games. Titulado en su versión española En llamas –que no, no acaba de ser de lo mismo... me pregunto ¿tanto miedo dan los gerundios?- no sólo no deja insatisfecho sino que sorprende y huye de ciertos estereotipos que acostumbran a rondar las trilogías en busca de presas fáciles.


Quizá el más peligroso de ellos sea la reiteración-repetida-hasta-la-redundancia, y sí, la aliteración no es casual. Es decir, escenas que aparecen de nuevo en los sucesivos volúmenes con el objetivo de situar a un hipotético lector desordenado que no se ha leído los anteriores o de refrescar la memoria del lector olvidadizo. En pequeñas dosis, bien llevadas y, sobre todo, como muleta para el desmemoriado, secundo la moción, pero cuando llevan al empacho hacen asomar en lontananza al fantasma de la “lectura en diagonal”, enemiga acérrima de escritor y lector por igual.

Por suerte, Suzanne Collins consigue en esta secuela imitar a su protagonista y, muy al estilo de Katnis Everdeen, evita habilidosamente la trampa. Apuntando de paso al más difícil todavía, la autora recupera el ambiente descarnado y aterrador de la primera novela manteniéndose fiel a una narración en primera persona que cada vez debe resultarle más complicada. Retoma la acción donde la ha dejado y atrapa desde el principio en una espiral de emociones que no augura estabilidad cardíaca. La trama sigue mostrando los matices de una sociedad artificiosa que adocena a algunos de sus miembros mientras es despiadada con la mayoría. Y, al avanzar tras los ojos de su personaje principal, que en la anterior novela sólo conoce su propia realidad y el horror de los Juegos, en esta ocasión descubre mucho más de la cara imposiblemente amarga del mundo en el que vive.

Violencia, crueldad, sacrificio, valor, renuncia y rebeldía, de nuevo se retrata lo peor y también lo mejor de lo que es capaz la especie: a veces lobos para hombres, a veces yesca y pedernal con los que encender el fuego de la revuelta. Sólo resta pues decir que leerla sin leer la anterior tiene aproximadamente el mismo sentido que tendría, en este punto, no leer la siguiente.

Próximamente en este blog:  Wicked. Memorias de una bruja mala, de Gregory Maguire

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lunes, 11 de junio de 2012

Siddhartha

Un día en el que regalar libros es lo esperado es por definición un día estupendo. El día en el que las estadísticas nos dicen lo grandes lectores que somos, en el que la gente hace cola ante los escritores y en el que, sin necesidad de que sea festivo, salimos a la calle buscando un libro mientras un libro nos busca a nosotros. Si en algún rincón del mundo incluso se acompaña de leyendas, dragones y rosas rojas, en otros se conmemora la muerte de dos inmortales, ¿coincidencia? No importa demasiado, el 23 de abril es el día en el que leer es lo normal. Y en mi caso, además, la excusa que nunca necesito para dar y recibir libros.

Siddharta llamó este año a mi puerta. O mejor dicho, volvió a llamar. Como ya he dicho alguna vez, releer es el placer del lector empedernido. Las más de las veces los elegidos son los ocupantes del lugar predilecto de estanterías y memorias, pero a veces releemos casi por accidente. Hace ya algún tiempo que comencé a sospechar del tándem libro-accidente, y cuando un libro decide reaparecerse, yo le doy una oportunidad y lo visito de nuevo. La lección siempre es interesante, porque si en algunas ocasiones la relectura nos devuelve a quienes fuimos, en otras nos muestra cuánto hemos cambiado, tanto que el libro se ha convertido en otro.
Esto último es lo que le ha pasado a Siddhartha. Desde aquella primera lectura escolar obligatoria de mi adolescencia hasta ahora, me reconozco tan poco en algunas cosas que apenas he reconocido las páginas del libro. Y, a la vista del resultado, eso es algo francamente bueno.

Empezaré por decir lo más importante, importante obviedad quizá: Siddhartha no es una novela. Siddhartha es un viaje por las edades del hombre, una especie de manual espiritual disfrazado de novela. Más allá de la historia del joven hindú de casta brahmánica que lo protagoniza, antes o después uno acaba pensando: Siddhartha soy yo. Reseñarla desde el punto de vista literario no tiene, a mi modo de ver, demasiado sentido, porque Siddhartha no se lee, más bien se experimenta. Y diría que Hermann Hesse la escribió con ese propósito en mente. No es por casualidad que se aconseje su lectura en esas etapas en las que se supone que la búsqueda de quiénes somos es trascendental.

Sin embargo, el Hesse paciente de Jung que escribe Siddhartha acabado el horror de la Primera Guerra Mundial, pasados los cuarenta, tras la muerte de su padre, con su hijo enfermo y su mujer sufriendo de una grave enfermedad mental, me parece muy lejos del despertar adolescente de la autoconsciencia. Me parece embarcado en una búsqueda en la que son necesarias la experiencia del dolor, la naturaleza despiadada del tiempo.

Cuando yo leí Siddhartha por primera vez, iniciada aquélla, mi primera búsqueda, sabía demasiado como para entender, ahora, que apenas sé nada, siento que me he acercado al fin a su verdadero significado. No la recomedaría para el que busque simplemente entretenimiento porque Siddhartha es más bien un alto en el camino del visitante de esta tienda, para cuando necesite leerse a sí mismo, para cuando se atreva a hacerlo.

Próximamente en este blog: Catching Fire, de Suzanne Collins

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lunes, 28 de mayo de 2012

El Libro del cementerio

Más o menos hacia el mismo momento en que Melchor, Gaspar y Baltasar se convierten en pseudónimos, todos nosotros, sin excepción, sufrimos un trauma del que raramente hablamos al crecer. Aterrizar con todo el equipo en la idea de nuestra propia mortalidad, resquebraja definitivamente la cáscara más o menos gruesa en la que pasamos la infancia. Después, en el más tácito de los acuerdos, se nos anestesia esa parte de la conciencia, como si fuera imposible vivir con semejante inquilino. Bien es cierto que eso no fue siempre así y que, de hecho, tampoco lo es ahora en todas partes. También es verdad que algunas conciencias tienen más tendencia a la narcolepsia que otras, pero en general, en nuestra tradición cultural, la muerte no es algo de lo que hablemos ni de lo que nos guste oír hablar. 
El Libro del cementerio, según informa curiosamente su solapa, está catalogado como literatura infantil. La portada, lo mismo que las ilustraciones, no parecen sin embargo estar muy de acuerdo con esa etiqueta. La historia de un bebé que escapa del asesino de su familia tambaleándose con sus primeros pasos hasta el cementerio cercano en el que los muertos le acogen y le crían, tampoco es que sea el cuento ideal para leerle a un niño mientras se duerme, por ejemplo. Pero merece la pena recordar que una niña envenenada por su madrastra cuando no consigue que un matón le arranque el corazón, otra a la que maltratan sus hermanastras y que vive como una esclava, durmiendo en el suelo, unos hermanos abandonados en el bosque o sí, por supuesto, un lobo que se come a una abuela y al que abren en canal, no son precisamente temas bucólico-pastoriles, y eso no ha impedido a los señores Grimm y Andersen convertirse en honrados escritores de best-sellers. Y es que, además, la función principal de los cuentos es enseñar que siempre hay solución y que el peor enemigo es el miedo en sí mismo, y eso no puede negársele a esta novela de Neil Gaiman. Una novela que presenta la muerte como algo natural e incluso dulce a lo que, llegado el momento, debe propiciársele la bienvenida que merece una buena amiga. Me pregunto cuánto de ese trauma del que hablaba antes sería posible evitar con libros como éste.

Merece también un elogio la estupenda traducción que ha llegado hasta esta tienda, prestada, eso sí, del "fondo Vlaisnut para el fomento de la lectura". El protagonista, Nadie, Nad para los amigos, reproduce fielmente el Nobody (Bod) del original, pero además, sin meterse en camisas de once varas, las notas del traductor se utilizan como debe hacerse, justificando cuando un juego de palabras es intraducible y explicándolo cuando se puede, que no siempre se puede. 

No negaré que el tono de la historia es macabro en general, pero Gaiman desubica a la vez completamente el concepto del mal, o de las cosas que habitualmente nos resultan siniestras e inquietantes, y lo sitúa todo donde debe estar. La fantasía se reivindica y lo más peligroso son siempre las personas que se comportan como si no lo fueran. No he leído lo suficiente a Gaiman como para comparar al escritor con el guionista de novela gráfica, pero si me sorprendí apreciando Los hijos de Anansi (2005), este libro, para el que el propio autor dice haberse inspirado en El libro de la selva de Rudyard Kipling, tiene un candor que empapa y reconforta. Y lo mejor, al girar la última página entiendes que tienes muchas más preguntas que antes de empezar, como debe ser con todo cuento que se precie.

Próximamente en este blog: Siddhartha, de Hermann Hesse
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